La semana pasada se viralizó el caso de una modelo norteamericana, Jennifer Barlow, que había sufrido la amputación de una pierna tras la infección causada ‘por una bacteria carnívora’ mientras nadaba en el océano. La infección derivó en una fascitis necrotizante que la mantuvo, según la paciente, tres meses ingresada en un hospital. La noticia ha dado la vuelta al mundo, y en ella siempre se habla de ’bacterias carnívoras que viven en el mar’.

Para evitar alarmas innecesarias en la población, el Grupo de Trabajo de Enfermedades Infecciosas y Sepsis (GTEIS) de la Sociedad Española de Medicina Intensiva, Crítica y Unidades Coronarias (SEMICYUC) ha preparado una serie de preguntas y respuestas breves que despejan dudas sobre este tipo de infecciones bacterianas y las consecuencias que pueden tener en el organismo, cuyo desconocimiento suele ser objeto de controversia.

Es importante conocer el alcance de una infección, pero igualmente lo es saber las posibilidades y el contexto en el que se pueden dar, así como las herramientas que tenemos actualmente para tratarlas y evitar que vayan a más”, explica David Andaluz, coordinador del GTEIS de la SEMICYUC y médico Intensivista del Complejo Asistencial Universitario de Palencia.

Los especialistas explican que no existen las bacterias ‘carnívoras’ como tal, sino que lo que existe es un variado grupo de bacterias de diferentes géneros que, entre otros focos, pueden causar infecciones que afectan a la piel, a los tejidos subyacentes y, en los casos más graves, a la fascia (la membrana que rodea al músculo). En este último caso es cuando se hablaría de fascitis necrotizante.

Las bacterias como la Vibrio Vulnificus atacan al organismo a través de un proceso que se inicia generalmente en la piel, a partir de una puerta de entrada como una herida o un traumatismo local. Las bacterias proliferan produciendo toxinas y enzimas que favorecen la extensión de la infección en profundidad, generando necrosis de los tejidos subyacentes y de la fascia, además de la formación de coágulos de los microvasos. Esto favorece el daño orgánico, no solo a nivel local, sino también a distancia (riñón, hígado, pulmones, etc). En esta situación, se hablaría de una sepsis con evolución a fracaso multiorgánico, que podría derivar en la muerte del paciente.

Se trata de infecciones poco frecuentes, ya que las estimaciones hablan de 0,3 a 15 casos por 100.000 habitantes. Dentro de ellas, se distinguen dos tipos: la Tipo I, que suele ser polimicrobiana (producida por diferentes bacterias), mayoritariamente afecta a pacientes con enfermedades crónicas como hepatopatía, diabetes o inmunodepresión; mientras que la Tipo II, que suele ser monomicrobiana (producida generalmente por una única bacteria, habitualmente del género Streptococcus o, menos frecuentemente, Staphylococcus), afecta a gente más joven, con pocos problemas de salud documentados, pero que pueden tener antecedentes de uso de drogas por vía intravenosa, traumatismo o cirugía reciente.

Los expertos del Grupo de Trabajo de la SEMICYUC reiteran que la infección por esas bacterias no implica sufrir una fascitis necrotizante. Muchas de estas bacterias son agentes infecciosos relativamente frecuentes en el medio. La evolución a fascitis necrotizante solo se da en un porcentaje pequeño de pacientes con los factores de riesgo ya mencionados, en los que dichos patógenos producen una infección en la piel. El retraso en el diagnóstico y tratamiento de dicha infección puede favorecer el cuadro, aunque en ocasiones este puede producirse incluso a pesar de un tratamiento inicial adecuado.

La fascitis necrotizante tampoco obliga a la amputación del miembro infectado, salvo en casos extremos y con mala evolución. El tratamiento inicial se basa en cirugía (apertura, limpieza y desbridamiento amplio de la zona afectada) y antibióticos. Además, es recomendable realizar revisiones quirúrgicas de la zona de forma periódica (24-48 horas), con lavado de los tejidos afectados y desbridamiento, según sea necesario.

La fascitis necrotizante tiene una mortalidad elevada que va a depender de diferentes factores, tales como las características del paciente o del germen causante. En general se habla de una mortalidad que oscila entre el 15 y el 30 por ciento. El pronóstico depende en gran medida de un diagnóstico precoz y de un tratamiento agresivo temprano. Más allá de la mortalidad, esta patología asocia además una elevada morbilidad por la gravedad de las lesiones que produce, tanto a nivel local como a distancia en otros órganos. Por ello, el manejo de estos pacientes debe realizarse en un Servicio de Medicina Intensiva, ya que requieren de una estrecha monitorización, curas y cuidados de enfermería frecuentes, sedoanalgesia intensa y, frecuentemente, técnicas de soporte orgánico (ventilación mecánica, diálisis, etc).


También te puede interesar…