| lunes, 04 de octubre de 2010 h |

Sergio Alonso es redactor jefe de ‘La Razón’

Cubren huecos; apagan fuegos; dan respaldo a sus compañeros; a veces llevan incluso todo el peso; suelen gozar de una alta experiencia, y disfrutan del cariño y del reconocimiento de los pacientes a los que atienden. Sin embargo, el Gobierno no tiene a bien atenderles, ni echarles un triste capote. Ni, por supuesto, regularizarles. Tal y como están deben serles más rentables y, por supuesto, más dóciles. Su precariedad es tan alta, que pocas veces se les oirá cuestionar a un gerente, a un director médico o a un jefe de servicio. Aunque sean torpes e ineptos, y perjudiquen al dispositivo sanitario que dirigen. Tampoco se echarán a la calle individualmente en demanda de mejoras salariales o profesionales, ni crearán conflicto o perturbarán la paz de un consejero. ¡Hasta dónde podríamos llegar! En caso de que causen molestia o “conflictividad laboral”, en la jerga administrativa, su hueco puede ser colmado además fácilmente por profesionales foráneos, mucho peor pagados y más baratos para el sistema. Y si la cualificación de los sustitutos no es fácilmente certificable, se hace la vista gorda y punto. Así ha ocurrido en más de una ocasión, como todos saben y como todos callan, de forma cómplice. Sobre todo los altos cargos que viajaban al extranjero hace meses en busca de nuevas remesas de mano de obra a vergonzosos precios de saldo para los hospitales de sus comunidades.

Los médicos especialistas sin título oficial (mestos) y los farmacéuticos especialistas hospitalarios (festos), formados sobre la marcha en los complicados años ochenta ante la efervescente necesidad de especialistas que había en España para satisfacer la demanda, no tienen el MIR, pero tampoco a un ministerio que les defienda. Y eso que han sido en numerosas ocasiones las columnas sobre las que se han sostenido servicios hospitalarios completos y a veces punteros. El rechazo socialista en la Comisión de Sanidad del Congreso de los Diputados a equiparar su situación con la de otros profesionales sanitarios y regularizarles, con el objetivo de hacer tabula rasa de una vez por todas en el Sistema Nacional de Salud (SNS), evidencia la consideración que se les tiene en las instancias oficiales. Todo el arco parlamentario exige con tino la búsqueda de una salida legal para ambos colectivos. El PSOE, que tan bien supo batallar en Europa contra la injusticia que un comisario iba a cometer contra los farmacéuticos para favorecer a sus amigos, apela sorprendentemente ahora a las normas comunitarias para justificar su negativa. Vano intento el suyo de escabullirse, porque la proposición no de ley se ha aprobado, y ahora deja al Gobierno en la difícil tesitura de tener que mover ficha para cumplir lo que le piden los representantes de la ciudadanía.

Desde luego, no están los tiempos para hacer esfuerzos presupuestarios ni para contrataciones masivas. Tampoco para florituras contables ni para fuegos de artificio. Así de cruda están la economía y la sanidad, desgraciadamente en práctica quiebra técnica. Pero tampoco hay derecho a que el mismo sistema que hace dos décadas se apoyó en unos profesionales para poder sostenerse en pie les deje ahora tirados. ¿Si han ejercido durante años como especialistas, por qué no reconocerles esa labor, permitiéndoles acreditar su experiencia y obtener un título? No. Ante las injusticias, no caben excusas presupuestarias, ni dejarse llevar por los cantos de sirena de alguna sociedad científica temerosa de que a sus asociados se les acorte la clientela. El Ministerio de Sanidad ha de actuar. Y tiene que hacerlo ya, involucrando si es preciso a las autonomías para abrir una vía de acceso que acabe de una vez por todas con el problema.