| viernes, 15 de marzo de 2019 h |

Durante el año 2018 se produjeron, como mínimo, 490 agresiones a médicos y otras tantas a enfermeros. La mayoría de ellas, casi el 90 por ciento, se sustanciaron en el sistema público. Una lacra que menoscaba lo más esencial del ejercicio profesional y que evidencia una de las mayores mezquindades que suele cometer el ser humano: cargar contra el eslabón más débil. Porque muchas de esas agresiones se justifican por fallos del sistema cuyas soluciones no están en manos del que sufre el agravio pero claro, es más sencillo —y cobarde— atacar a un médico que dirigir la impotencia contra aquellos que tienen un grado de responsabilidad más alto.

En este caso hablamos de profesionales sanitarios pero también están afectados otros funcionarios clave del sistema del bienestar como pueden ser los profesores y maestros. Si las agresiones no fueran lo suficientemente graves per se también hay que reparar en otro mal que subyace y pudre a los servicios públicos. Un profesional que teme por su integridad no puede hacer un buen trabajo, algo que como país no sólo no nos podemos permitir sino que además es intolerable bajo cualquier prisma con el que queramos mirar.

Las consecuencias de una agresión se extiende y afecta a toda una población. Contaba una víctima de un pueblo gaditano (Alcalá de los Gazules) que la decisión que tomó tras un episodio violento fue la de pedir un traslado inmediato. La localidad perdió a uno de sus médicos y las consecuencias de ello es una nueva merma a los males que tiene la población rural para disponer de efectivos médicos. Una agresión puntual que, bajo el vuelo del efecto mariposa, ha afectado a miles de personas.

Por ello hay que trabajar de forma multidisciplinar. Desde la administración pública, con planes de concienciación, como medida a medio y largo plazo, y con herramientas de prevención para el corto. Desde las organizaciones colegiales poniendo todo su arsenal jurídico al servicio de la víctima y como sociedad no podemos permitirnos mirar hacia otro lado cada vez que ocurra una agresión. La condena de la opinión pública muchas veces es más efectiva que la que pueda ejercer un juzgado cuando se trata de concienciación.

Porque la mejor arma que tiene el violento —e irrespetuoso con un servicio público— es el silencio cómplice. Mientras que el rechazo no sea el denominador común la batalla estará lejos de ser ganada. Esperemos que el próximo 14 de marzo los índices bajen sustancialmente para que dentro de varios años ese día no sea más que un mal recuerdo de la mezquindad de una parte de la sociedad.