Mario Acevedo.

Por Mario Acevedo Toledo, psiquiatra y autor del libro “La herida límite“.

Para los psiquiatras que hemos sido pioneros en España en el tratamiento de personas con Trastorno Límite (conocido como TLP), sigue siendo un reto comprender mejor la enfermedad, recuperar a los pacientes y defender sus derechos.

Tras más de 30 años en activo, tratando a decenas de pacientes con Trastorno Límite, he llegado a la conclusión de que hay que establecer un nuevo paradigma. En realidad, no se trata de ningún trastorno de personalidad si no de un síndrome integrado por tres patologías variables en cada individuo. 

Según mi experiencia, en su inmensa mayoría son seres frágiles, ingenuos y bondadosos; víctimas de abusos, humillaciones, manipulaciones y traiciones de tantos depredadores que viven al acecho de presas fáciles. Citando a la primera experta española en psicoeducación, Dolores Mosquera, las personas con Trastorno Límite son auténticos “diamantes en bruto”.

Estas personas tienen una personalidad quijotesca. No es que sean “malos”, es que son “mejores” que la media:  suelen ser nobles, empáticos, solidarios, sensibles… generosos.

Desde mi punto de vista, para diagnosticar correctamente el Trastorno hay que poner el foco en la infancia, es ahí donde empiezan los síntomas y se desarrolla el “bulbo” de la enfermedad. Los niños destinados a padecer el Trastorno Límite sufrieron maltrato, por acción o por omisión, por parte de sus cuidadores, insensibles –o ignorantes en el mejor de los casos–, a las peticiones de apoyo y afecto que demandan los niños.

En el peor de los casos, los cuidadores aplican una línea “dura”, entendiendo que estos niños precisan de una férrea disciplina para endurecerlos, y los someten a castigos crueles (no necesariamente físicos), siempre “por su bien”.

Ciertamente, he encontrado una gran analogía entre las personas con TLP y los niños PAS. Muchas personas con trastorno límite son niños PAS que sufrieron maltrato en la infancia.

Acercándose ya al final de la adolescencia o al inicio de la edad adulta, sucede algo terrorífico: debido a la acumulación de tantos traumas (microtraumatismos), o bien a propósito de un segundo prisotraumatismo desorganizador de la personalidad, como puede ser la pérdida de un ser querido, el abandono de su pareja sentimental o cualquier otro estrés de hondo significado afectivo, el niño que aún es se derrumba y sucumbe ante el peso de tanto dolor.

A pesar de la acumulación de desdichas y la hostilidad ambiente que va creciendo y cebándose en ellos, siempre están dispuestos a ser comprendidos, aceptados, queridos. No se rinden fácilmente, se resisten a su suerte, y empeñan su fuerza en salir de la cueva donde fueron abandonados.

Lamentablemente, un porcentaje –que no es mayoritario, por fortuna– acaba quitándose la vida o entrando en una deriva que les lleva a prisión. Por cierto, que debería contemplarse legalmente que el tiempo de privación de libertad se cumpliera fuera de los recintos penitenciarios.

Mi práctica clínica diaria me confirma que el Trastorno Límite tiene cura, que la curación es posible. No será integral, porque no hablamos de un resfriado precisamente… pero la persona con Trastorno Límite sobrevive en muchos casos, afortunadamente. 

Por último: ¿se puede prevenir el Trastorno Límite?. Decididamente, sí. Con un tratamiento adecuado a los trastornos de desarrollo, especialmente el TDH; si atendemos debidamente a los niños PAS, y si combatimos toda clase de maltrato y discriminación en la infancia.