La salud pública (SP), definida como ciencia y arte de proteger la salud, prevenir la enfermedad, y promover la salud a través de los esfuerzos organizados de la sociedad, contribuye a la prosperidad de la calidad de vida, mejorando aspectos como la esperanza de vida, mortalidad infantil, control de enfermedades infecciosas, y prevención de cáncer, enfermedades cardiovasculares y otras afecciones crónicas.
Los seres humanos tienen la legítima aspiración de añadir calidad de vida a los años vividos. Pues bien, entre los “siete hábitos de la gente altamente efectiva” reflejados en el bestseller de Stephen Covey, destaca poner primero lo primero, liberándonos de la tiranía de lo urgente para invertir más en las actividades que más impactan en la vida a medio y largo plazo. De hecho, lo urgente suele constituir una crisis que probablemente se habría podido evitar si se hubiera dedicado atención a lo verdaderamente importante.
La salud pública (incluyendo la vigilancia epidemiológica, la respuesta ante emergencias, la seguridad ambiental, ocupacional y alimentaria, la prevención primaria a través de vacunas y secundaria mediante screening, y la promoción de la salud a través de la intersectorialidad en todas las políticas), forma parte de esa dimensión de anticipación y proactividad para mejorar la salud y calidad de vida. Pero aunque lo anterior no se pone en duda por casi nadie…, cuando llega el momento de asignar recursos, la SP resulta sistemáticamente ignorada. Basta revisar la evolución del gasto sanitario en los años recientes para constatar que hasta el 2008 el gasto sanitario siguió una tendencia ascendente, especialmente en los servicios hospitalarios y especializados, gasto farmacéutico, prótesis y tecnologías. Esto propició grandes debates sobre el reto de sostenibilidad del sistema.
Posteriormente, entre 2009 y 2014 (cuando sufrimos la crisis económica), se produjo una caída de casi un 14% de presupuesto asignado para el conjunto del gasto sanitario. Pero es que el gasto en servicios de prevención y de salud pública fue el que experimentó “la mayor tasa anual media de crecimiento negativa en el quinquenio 2010-2014”, citando de forma literal la revisión de Gasto Sanitario del Informe Anual del Sistema Nacional de Salud 2016 y 2017 publicado por nuestro Ministerio de Sanidad. Las estimaciones cifran que el recorte en prevención y salud pública llegó a ser del 77%. Y aunque partir de 2014 se ha producido una relativa recuperación en la inversión presupuestaria total, la SP sigue sin recibir lo que se considera básico para desarrollar su potencial. En los estudios comparados de gasto en prevención per cápita en salud, se constata que España apenas llega al misérrimo 2%, muy lejos de países no ya solo como Canadá, sino como Reino Unido u Holanda en la propia región europea.
La ceguera que impide convertir todo ese conocimiento en acción puede estar en parte causada por la suposición de que, a largo plazo, la prevención cuesta más que otros gastos de salud, pues la población vive más y aparecerán gastos adicionales, además de por la incertidumbre derivada del marco temporal para las intervenciones de SP (porque algunas de las intervenciones en SP pueden producir resultados a medio/largo plazo, cuando los políticos o decisores ya han terminado su mandato y no se pueden “apuntar el tanto”).
Nuestra sociedad es lo que es como consecuencia de nuestras elecciones de ayer. No nos arrepintamos mañana de las decisiones de hoy porque, hoy por hoy, invertir más en Salud Pública va más allá de ser una mera opción, debería ser una obligación.