Por Javier Gómez Pavón, Jefe del Servicio de Geriatría y de la Unidad de Cuidados Paliativos del Hospital Central de la Cruz Roja
La pandemia ha enseñado, entre otras cosas, que las personas con la enfermedad de Alzheimer (EA) y sus familias han estado situadas en el centro de todas sus olas, con gran protagonismo en las primeras. La carga de morbi-mortalidad por COVID‐19 ha recaído de forma desproporcionada en las personas mayores de 80 años, especialmente en aquellas con demencia. La tasa de mortalidad global para cualquier tipo de demencia incluida la más prevalente, la EA, ha sido de tres veces superior al resto. Así pues, la demencia constituye en sí un factor de riesgo independiente de mortalidad y hospitalización con respecto a factores tales como la edad, el sexo o la fragilidad, entre otros.
Factores de riesgo habituales de EA como la edad, la obesidad, las enfermedades cardiovasculares, la hipertensión y la diabetes mellitus, también lo son de la COVID-19, siendo ésta probablemente una de las razones de su mayor vulnerabilidad y gravedad ante la infección por SARS-CoV-2. El delirium ha sido una de las presentaciones más típicas de la COVID-19 en la persona con EA, envolviendo a las neuronas como su “talón de Aquiles”. Así, el daño neurológico del virus es tanto vía vascular (daño endotelial con puesta en marcha de inflamación y fenómenos trombóticos) como vía de activación glial, ya activada de por si en la EA. Además, el alelo APOE4 claramente relacionado con la EA tardía, favorece la expresión de las vías de entrada del virus, ACE2 y TMPRSS2, en mayor medida que en los otros alelos (APOE2/E3).
Pero, sin lugar a dudas, otro importantísimo daño de esta pareja letal ha sido el estrés acumulativo del paciente y su familia por las cuarentenas impuestas, permaneciendo aislados de manera reiterada en sus hogares o centros residenciales en ocasiones más de 3 meses. Los aislamientos produjeron un incremento notable de trastornos de conducta, irritabilidad, agresividad, así como de trastornos afectivos, apatía, depresión, ansiedad, insomnio… que han incrementado en varios años la progresión y el deterioro propio de la EA. Y todo ello con frecuentes interrupciones en la atención sanitaria y social que han llevado al límite a sus familiares.
Las personas con EA han sido, son y seguirán siendo vulnerables a los efectos de cualquier pandemia. Pero no olvidemos que por grandes que sean las cifras de la pandemia, su tamaño es pequeño en relación con las de la EA. Cuando España está doblegando la 6ª ola, con amplia vacunación y fármacos prometedores que anuncian normalización, urge que la atención a la persona con EA sea una de las líneas estratégicas prioritarias de todas las administraciones del estado español y europeo. Por ellos, por sus familias, se lo debemos.