Sergio Alonso es redactor jefe de ‘La Razón’
Aunque importante desde el punto de vista preventivo y epidemiológico, la reforma de la ley antitabaco que ha preparado el Ministerio de Sanidad y Política Social con la inestimable colaboración de los grupos políticos afines encierra contradicciones inexplicables, que demuestran que tras la misma podría haber intereses más políticos que de salud pública pura y dura. Unas son puramente formales. Otras aluden a su contenido. Por ejemplo, la decisión de impulsar el supuesto endurecimiento de las prohibiciones para dejar de fumar por medio de una proposición de ley en lugar de hacerlo a través de un proyecto de ley, la vía clásica, forma parte de las primeras. El asunto no es baladí, porque evidencia dos hechos significativos: el primero es que con la proposición de ley Trinidad Jiménez emprende lo que podría catalogarse como una huida hacia adelante, que le evita tener que someter el texto al parecer y a las posibles críticas del Consejo de Estado, el Consejo Económico y Social, el propio Consejo de Ministros y el Consejo Interterritorial de Salud.
La vía elegida resulta relevante, pues es sabido el rechazo que algunos miembros del Ejecutivo manifiestan hacia la oportunidad de aprobar ahora, en medio de la crisis, un cambio semejante, así como el de los feudos del PP y de Andalucía. En esta comunidad, el PSOE cree con encuestas en la mano que las restricciones a los bares y restaurantes perjudicarán, más que beneficiarán, a José Antonio Griñán en las próximas elecciones autonómicas. De ahí las constantes llamadas a la necesidad del consenso formuladas por la consejera de Salud, María Jesús Montero, en los últimos meses. El segundo objetivo del vehículo legislativo utilizado, en fin, es rehuir las críticas y sortear las quejas, orientándolas directamente hacia el Parlamento: con la proposición, Sanidad desvía toda la responsabilidad de la reforma y las posibles quejas hacia el Congreso de los Diputados, en lugar de hacia el Gobierno. Una hábil estrategia que denota sin embargo timidez y una preocupante falta de entusiasmo gubernamental con el rumbo emprendido. Máxime, cuando los apoyos iniciales son tan minoritarios y endebles como los representados por IU y ERC, partidarios por cierto de la legalización de la tenencia y el consumo del cannabis.
La reforma lleva aparejadas también numerosas contradicciones internas. Mientras el ministerio niega repercusión económica alguna para los hosteleros, les concede en cambio la venia de seguir vendiendo tabaco a través de máquinas expendedoras y de dejar fumar en sus terrazas. Dos salvedades poco conciliables, desde luego, con la necesaria protección de la Salud Pública que en teoría pretende promover la ley. Mientras veta el tabaco en bares y restaurantes, Sanidad permite además la existencia de clubes de fumadores, con lo que se abre una espita para que los primeros se reconviertan en lo segundo con el fin de mantener a sus clientes. Y otra contradicción inexplicable es la falta de apoyos a los adictos al tabaco, a los que se pretende ayudar con las prohibiciones por un lado mientras se les niega por el otro el acceso a las terapias farmacológicas. El empecinamiento del ministerio en mantener esta tesitura consolida además una falta de equidad preocupante, pues los ciudadanos de La Rioja y Navarra sí gozan de un derecho que no existe más allá de sus geográficas fronteras. El elenco de contradicciones, susceptible aún de ampliarse, evidencia que la norma es más una cortina mediática de humo, que un intento serio de acorralar desde todos los ámbitos un hábito tan pernicioso para la salud.