Sergio Alonso es redactor jefe de ‘La Razón’ | viernes, 27 de septiembre de 2013 h |

Después de un período poco fecundo en materia legislativa, en el que ha habido miradas inquisitivas para los medicamentos y poco más, el Ministerio de Sanidad parece haber reactivado su actividad bajo una energizante dosis vitamínica adquirida durante el verano. Además del nuevo y trascendental copago farmacéutico en los hospitales públicos, y de negociar con las autonomías la venta mediática y el aprovechamiento del pacto humificado con los profesionales sanitarios, con el fin de apagar posibles nuevas protestas, algaradas y mareas no se sabe si blancas o rosadas, el departamento de Ana Mato ha dado luz verde a una iniciativa que, no por anunciada mil veces en el pasado, deja de tener importancia ahora. Se trata de la tarjeta sanitaria única para todo el territorio español, la misma que prometió Celia Villalobos con gran aparataje mediático allá por 2001 durante su etapa como ministra, esbozó Ana Pastor durante su mandato a través de un decreto, y defendieron varios ministros socialistas durante el Gobierno de este partido. ¿Qué es lo que puede hacer pensar ahora que el proyecto verá la luz cuando antes no lo hizo? ¿Qué es lo que invita a un optimismo truncado ya varias veces por culpa del olvido de los dirigentes ministeriales? Dos razones: la primera es que el proceso aprobado es realista, en la medida en que fija plazos largos, pero concretos, para su implementación. De hecho, las autonomías tendrán hasta 2018 para sustituir los divergentes formatos actuales de tarjeta por otros unificados o compatibles entre sí, que permitan la llamada interoperabilidad entre territorios. El segundo hecho que invita al optimismo es que las mismas comunidades que antes ganduleaban o extremaban el celo a la hora de compartir los datos de sus pacientes con el prójimo parecen haber caído ahora en la cuenta de que, sin información común y sin regulación, no caben estadísticas fiables posibles ni manera alguna de imputar costes de forma realista. Y esto, en un país con alrededor de cuatro millones de enfermos desplazados, es grave. Sobre todo en plena crisis, y cuando todo el mundo quiere cobrar.

Obviamente, y ante el temor de que las consejerías devolvieran de nuevo al limbo el proyecto, el Ministerio ha tenido que ceder. No habrá historia clínica en la tarjeta y el nuevo formato será, si cabe, mucho más modesto que en sus orígenes. Pero algo es algo, si las autonomías dan finalmente, como parece, su brazo a torcer. El trasfondo de la importancia de este tipo de herramienta es la falta de información fiable que permita planificar en el conjunto del SNS. Por desgracia, cada comunidad mide las listas de espera como se le antoja, las estadísticas de los hospitales difieren muchas veces entre sí, faltan datos sobre los recursos humanos del sistema, y se desconocen otros como el gasto farmacéutico que se genera en atención especializada. En estos tiempos, más incluso que antes, la información es poder y sin ella, las decisiones importantes suelen ser erróneas. El Ministerio ha de hacer una labor ingente a partir de ahora porque poco o nada se ha hecho hasta la fecha en esa dirección. Y ha de convencer a las autonomías de que la cedan a la autoridad central. Con un poco de sentido común, se evitarán duplicidades y se ahorrarán recursos muy necesarios para otros menesteres.

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