Aunque numerosas voces llevan años reclamándola, la profesionalización de la gestión sanitaria sigue siendo una panacea o desiderátum, una especie de Kim Basinger de la que todo el mundo habla y a la que todo el mundo anhela, pero a la que nadie conoce ni tiene visos de conocer. La han demandado los políticos, los expertos, los médicos y la enfermería. Han postulado también a necesidad de implantarla los gurús y los popes del sector. Sin embargo, no llega porque no interesa, y porque siempre es más fácil encomendar a un amiguete las riendas de un hospital o un área de salud, que echar mano de profesionales experimentados y conocidos por su reputación, pero más resabiados y, por ello, más díscolos con las decisiones políticas.
La falta de profesionalización de la gestión sanitaria en España ha tenido efectos curiosos. De entrada, ha reducido muy mucho el número de gerentes experimentados y competentes hasta el punto de que no sería erróneo afirmar que hoy en día existen más hospitales que gerentes avezados en el sector. Generalizando, podría afirmarse que buenos, haylos; incluso los hay muy buenos, pero, desgraciadamente, son los menos.
Esa ausencia de competencia acreditada ha provocado también sorpresas mayúsculas después de cada contienda electoral. Llegado un partido al poder autonómico o central, se ha encontrado con que no había cantera con la que cubrir los cambios gerenciales, abriéndose siempre dos abanicos: uno, dar paso al recomendado, al afín, al elegido desde las alturas, aunque de Sanidad sepa lo justo y de gestión de todo un mundo como es un hospital, menos aún. Otro, ha sido la tendencia del partido vencedor a echar mano de la cantera del rival, dada la incompetencia de los profesionales libres en el mercado. Así, hay comunidades del PP con gestores encuadrados en las filas progresistas, y feudos del PSOE en los que los gerentes son más conservadores de lo que aparentan. Este último fenómeno es más difícil de detectar que el primero, pero también se produce.
El gestor sanitario adolece también de un problema serio: está muy mal pagado. Como la entrada al sistema era libre y antaño prevalecían más las filias que la cualificación acreditada, han terminado confundiéndose las churras con las merinas y el todo por las partes: no es raro encontrar hoy gerentes de grandes complejos hospitalarios que gestionan miles de millones ganando menos que cualquier directivo de medio pelo en una empresa mediana. Con pocas palabras, sólo decir que este peculiar sistema espanta a los mejores y atrae a las medianías o a los románticos.
Con el sistema actual conviven además verdaderos hombres sagaces y maestros en el arte de las relaciones públicas, los ajustes contables y el ahorro o las negociaciones laborales, con otros que no saben hacer la “o” con un canuto y que llevan las riendas de sus centros gracias a la inercia que les proporcionan sus trabajadores. En la larga historia del SNS ha habido gerentes que se han disfrazado de pacientes para conocer in situ, como Robert Redford en Brubaker, la realidad de su centro; también han existido verdaderos sátrapas al más puro estilo Haile Selassie. La media global es buena y la profesionalidad impera sobre la arrogancia, pero nadie duda de que el modelo vigente es fácilmente mejorable.
¿Qué conocida representante de una profesión considera que el sector es machista y que aún mira a las mujeres directivas con desdén?
¿Qué consejero de Sanidad está muy enfadado con sus gerentes de hospital? ¿Por qué?
¿Qué médico pretende aprovecharse de la sobrecarga de trabajo de Macaya para mover en la sombra los hilos de Facme?
¿Qué encuentro entre dos personajes del sector, uno profesional y el otro turbio, no se va a producir nunca, porque el primero no quiere saber nada del segundo?