Sergio Alonso es redactor jefe de ‘La Razón’ | viernes, 22 de noviembre de 2013 h |

El mundo de la política nos tiene acostumbrados a sonoros brindis al sol. El último que se ha producido en Sanidad gira en torno al llamado Plan Profarma 2013-2016 y al desideratum oficialista de recompensar en materia de financiación y precios a aquellas compañías que apuesten por España, como si lo de la marca que lleva ese nombre fuera un hecho tangible y real. Es cierto que siempre conviene hacer patria en estos tiempos tan grises, y que todo esfuerzo por atraer inversiones y generar réditos materiales para el país por la vía de la inversión o el empleo parece poco. Pero una cosa es potenciar e incentivar estas acciones deseables, cuando la cifra de desempleados ronda los cinco millones de personas, y otra muy distinta es vincularlas al acceso de determinados productos a los mercados. Desde este punto de vista, el nuevo Plan Profarma equivaldría a legalizar de facto el régimen arbitrario tan criticado con el que María Jesús Montero y sus antecesores andaluces penalizaban a todo aquel laboratorio que pretendía realizar su actividad en la comunidad autónoma y no tenía en ella su base de operaciones. Una práctica contraria a la unidad de mercado que con tanto ahínco se pretende implantar.

En España, hay básicamente dos tipos de compañías: las que despliegan sus inversiones y capacidad de fabricación, y alimentan tanto a una red de investigadores y operarios como de delegados en nuestro territorio, y las que bajo el paraguas de ser multinacionales mantienen en realidad en nuestro país una simple oficina de ventas adornada de un gran aparato de marketing al servicio de la distribución de sus productos. Obviamente, resultan mucho más atractivas las primeras que las segundas, y su esfuerzo debe ser justamente correspondido por el bien que aportan a la comunidad, en términos de riqueza. Ahora bien: aplicar la política del palo y la zanahoria sobre los medicamentos no parece lo más justo. Habrá casos en los que una compañía desee lanzar en nuestro país un fármaco tremendamente innovador que ha sido investigado y desarrollado por completo en el extranjero. ¿Se le ha de penalizar por ello en el precio? ¿Es lícito obstaculizar su llegada a través de la financiación? ¿Puede un país castigar, por ejemplo, a una empresa española de ingeniería porque produzca en España los trenes que circularán por sus vías, ahora que están tan en boga las exportaciones? ¿Cabe endurecer el trato hacia un laboratorio que produce en el extranjero cuyos genéricos son utilizados por la Administración para aplicar las bajadas de precios? A pesar de lo que diga el artículo 89 de la Ley de Garantías, y por mucho acuerdo que haya entre las partes, no parece éste el camino más idóneo para recompensar a las empresas que han apostado por el país manteniendo incluso el empleo en estos tiempos de crisis. Más allá de la interesante fórmula de los incentivos fiscales, el Gobierno debería explorar otras alternativas más eficaces sin incurrir en contradicciones.

Y si el Gobierno estima que hay productos que deben recibir precios más bajos del que solicitan sus productores o cree conveniente dilatar su acceso al mercado, la herramienta más idónea no parece desde luego el Plan Profarma. Para ello cuenta con comisiones y órganos competentes en el Ministerio de Sanidad.

¿Qué gerente de una conocida clínica privada ubicada en Madrid es recordado con horror en el hospital público en el que trabajaba? ¿Por qué está en el punto de mira femenino?

¿Qué sociedad científica de primaria ha registrado una drástica caída de ingresos del 40%, al pasar de 1.587.316, 18 euros en 2011 a 993.617,22 euro en 2012? ¿Cuántos de estos ingresos corresponden en realidad a acuerdos suscritos por la junta anterior?

¿Qué puede hacerle electoralmente más daño a la Consejería de Sanidad de Madrid, las protestas izquierdistas de AFEM o el giro hacia UPyD del Sindicato Médico?

¿Qué consejero de Salud maneja un lenguaje doble que ya no engaña a los agentes con los que se entrevista?