| lunes, 22 de noviembre de 2010 h |

Sergio Alonso es redactor jefe de ‘La Razón’

Lo ha apuntado recientemente el consejero Javier Fernández-Lasquetty, y tiene más razón que un santo. Desde que se ha aprobó, hace ya casi 25 años, la Ley General de Sanidad, el sector sanitario ha registrado todo tipo de cambios; la mayor parte de ellos, buenos. Lo que no ha cambiado en este tiempo, sin embargo, son algunos discursos, repletos de los mismos cliclés que se empleaban ya en 1986. Los partidarios de este inmovilismo lingüístico y organizativo suelen ser al mismo tiempo orgullosos negacionistas de la crisis, a los que se les llena la boca con mensajes vacuos sobre la necesidad de defender la Sanidad pública ante ataques difusos no identificados nunca claramente. Contrarios al copago, a los tiques moderadores, al adelgazamiento del fastuoso Leviatán burocrático que engorda el déficit de las autonomías, y a la presencia de capital privado en el entramado sanitario administrativo, se prodigan allá donde pueden en menciones elogiosas a categorías universales del más puro estilo kantiano como la universalidad, la equidad y la eficiencia. También se muestran siempre autocomplacientes ante los negros tiempos que se ciernen sobre el sector. Las cosas, vienen siempre a argumentar, terminarán arreglándose por sí solas, como sucedió en épocas pretéritas.

Los negacionistas de la crisis se caracterizan, pues, por su defensa a ultranza del inmovilismo y su rechazo a todo lo que suponga cambio, aunque éste demuestre beneficios tangibles para el sistema sanitario en su conjunto. Odian Alcira, de la misma forma que callan genuflexos ante los experimentos autogestionarios de Cataluña o los conciertos chantajistas de Andalucía. Dicen repudiar a los laboratorios, aunque son los primeros que acuden solícitos a sus puertas en busca de fondos para sus proyectos. Recelan de Muface, pero eligen la atención privada para ellos y sus familias si gozan de un puesto funcionarial. Y enfocan siempre sus dianas hacia Madrid, como hace años hicieron con Valencia y su gestión mixta. La capital, dicen, es el epicentro de todos los males, y cualquier cosa que allí se haga estará mal: hoy lo es la libertad de elección, como ayer lo fue la gestión del caso Leganés o la construcción de nuevos hospitales por electoralista. Lo mismo da, que da lo mismo.

Ufanos defensores de la píldora, de prohibir el happy meal, y del emergente debate de la muerte digna que tanto jalea Andalucía, guardan mutismo en cambio ante la avalancha de descorazonadores datos que lastran el sector. Nadie podrá oírles nunca asegurar que no hay peor ataque para la Sanidad pública que la ineficiencia de su gestión y la ausencia de medidas para rescatarla de la quiebra. Al igual que Zapatero hizo en las primeras fases de la crisis, niegan por sistema la bancarrota y terminan dirigiendo sus iras hacia Esperanza Aguirre y hacia cualquier consejero de Sanidad que la presidenta madrileña ponga. De los 11.000 millones de déficit, de la deuda de 7.000 millones con proveedores y laboratorios que tiene contraída el sistema y de la angustia que sufren las autonomías para mantener las prestaciones no dicen nada. Del fracaso sonoro del Ministerio de Sanidad a la hora de encontrar remedios, menos aún. De las facturas ocultas en los cajones, tampoco. Prefieren enfocar sus miras hacia Madrid, solícitos, mientras a su lado el sistema público se resquebraja, la Ley General de Sanidad revienta y las autonomías afines esquilman a los agentes sanitarios mediante un intervencionismo rancio que recuerda a Cuba. Los negacionistas aplican la espiral del silencio a todo aquel que no piense como ellos. Son ultraliberales a los que no conviene hacer caso, afirman rotundos y esforzados, creyendo así agradar a las etéreas estructuras del partido, aburridas de escucharles simpre las mismas retahílas.