| martes, 02 de noviembre de 2010 h |

Sergio Alonso es redactor jefe de ‘La Razón’

Representantes de médicos de familia, farmacéuticos y especialistas varios: si admiten este humilde consejo, no pierdan el tiempo en comprobar si sus respectivas profesiones aparecen citadas, ni se dejen parte de su vista en la lectura del documento. El mamotreto de la Ley de Salud Pública con el que lleva trasteando desde hace meses el Ministerio de Sanidad es malo de solemnidad. Lo mejor, por tanto, para sus intereses es que ni se les nombre. Tan flojo es que el propio departamento que ahora comanda Leire Pajín se avino, certeramente, a retirarlo del orden del día del último Pleno del Consejo Interterritorial de Salud que se celebró el 18 de octubre en Palma de Mallorca bajo la dirección de Trinidad Jiménez. Es cierto que hubo un intento de colarlo, pero los técnicos autonómicos, incluidos los del PSOE, pusieron el grito en el cielo en la Comisión Delegada previa al encuentro de consejeros y, al final, el secretario general José Martínez Olmos se aprestó a guardarlo en espera de una mejor ocasión. Baste decir que el texto presentado ni siquiera incorporaba las alegaciones formuladas semanas antes por las autonomías. ¿Tanto trabajo tiene la Dirección General de Salud Pública, entre viaje y viaje, para tamaña omisión?

El documento es malo porque nace descabezado y desnaturalizado. Atlanta deja de ser la referencia por decisión de la vicepresidenta económica Elena Salgado ante la imperiosa necesidad de recortar el gasto público, y España no tendrá un Center for Diseases Control (CDC), como el de la ciudad estadounidense, desde el que capitalizar todas las acciones de salud pública. Como alternativa, los altos cargos del ministerio se han sacado de la chistera de forma improvisada una red de estructuras y órganos burocráticos de nuevo cuño tan enrevesados, que ni la mismísima Andalucía de la época Chavista fue capaz de desplegar. Cuentan que el espanto despertó de su sopor al sufrido preboste de una comunidad socialista al que su jefe le ordenó leer el texto para formular las pertinentes correcciones al mismo. ¿No genera todo esto más gasto?, se preguntaba, después de una buena dosis de bostezos.

El anteproyecto de Ley de Salud Pública falla también porque apenas va más allá de ser un compendio de conceptos y enumeraciones sobre lo que ya existe, con alguna coletilla de nuevo cuño incorporada cuyo despliegue compete a las comunidades autónomas. Aunque el veto decretado por Salgado ha sido clave en la desnaturalización de la norma, las autoridades ministeriales han dejado escapar la oportunidad de dar empaque al texto, al apartar del mismo, curiosamente, problemas latentes que están poniendo en peligro la Salud Pública en España. Los ejemplos son innumerables. ¿Cómo es posible que una norma de esta naturaleza se olvide, por ejemplo, del tabaco o el alcohol? Las opiniones en este sentido coinciden en que la lógica lucha contra el tabaquismo que emprendió Jiménez tendría que haberse canalizado a través de esta ley, para darle un carácter integral y un sentido de necesidad latente en España, como problema de salud de primer orden. Lo mismo podría decirse de la prevención del alcoholismo o del control de las recurrentes infecciones por legionela que se suceden de forma cíclica en nuestro país. En su lugar, la norma divaga en generalidades, se adentra inexplicablemente en nimiedades y se olvida de resolver inequidades evidentes. Porque decir que ha de equipararse el calendario vacunal no basta. ¿Significa eso acaso que la nivelación ha de hacerse desde abajo? ¿O más bien desde arriba? Nada se sabe al respecto.